LA SOMBRA

Había una vez una Sombra sin destino. En una época había sido Sombra de una columna de alumbrado público que volteó un camión y quedó hecha añicos. La debieron reemplazar.
La Sombra aprovechó y comenzó a buscar una existencia más dispuesta a las sorpresas. Resolvió conseguir una forma humana desocupada.
Si lo lograba por las noches, por la mañana la desalojaban impiadosas otras sombras y volvía a su deriva.
Buscó en las cavernas, pero allí no se necesitaban sombras. Buscó en las islas tropicales, pero allí las sombras residentes la persiguieron arrojándole cocos y cáscaras de bananas. Buscó en el Polo, el “País de las sombras largas”, pero ella no daba la talla. Buscó en las grandes ciudades, mas allí todos andaban a tanta velocidad que no podía retener ninguna forma; ¡hasta escuchó a un hombre que parecía venderlas porque cantaba: “¡Sombras nada más... trala, la lala lalala”! Buscó en la Luna, pero sólo encontró que tenía un inmenso espacio de sombra y allí no había humano alguno, únicamente huellas. Regresó.
Recorriendo las distancias encontró dos cuerpos muy unidos que se mezclaban, se apretaban se soltaban y reunían, se frotaban, se necesitaban y se imprescindían. De modo que siempre eran una sola forma. Quedó intrigada y resolvió esperar que se separaran acuciados por alguna otra necesidad que no fuera la de ellos mismos por ellos mismos.
Pasaba el tiempo y observó que las formas apelmazadas iban aumentando en tamaño, lo cual a la sombra sin destino le pareció sumamente extraño, complicado, pero no desistió en su espera.
Un buen día una formita nueva se fue separando de las otras dos. Ahí fue cuando nuestra Sombra errante se puso al acecho y ni bien la separación fue casi total, salvo por un hilo fino, se asió a la planta de los pies, que es de donde se agarran las sombras.
El hilo se cortó también y la Sombra finalmente tuvo un cuerpo exclusivo, que a menudo la obligaba a mezclarse en amorosos abrazos con otras sombras que la recibían dichosas y tuvo el extraño, apasionante y turbulento destino de una vida humana.
Oskar Lambskins
foto de Migel Ángel Salamanca

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