HAMBRE

Andaba por la playa cuando todos se habían ido, caminando por aquí, por allá con paso desprolijo de huellas como de hilo.
Lo extrañaba mucho. La última tormenta lo había alejado de mí como a barrilete sin rumbo. Y me quedé sola en la playa con todo volando alrededor: lonitas, vasos de plástico, una que otra sombrilla.
Me gusta más la playa al atardecer de un buen día ya que queda de todo, la retirada prolija, pero algo displicente de los turistas me obliga a un meticuloso recorrido hurgando en bolsas húmedas repletas de manjares.
He logrado comer y hacerme cargo de la cría que sin querer me ató al cabo de Santa María. Llegó el otoño y la gente se fue. El invierno nos juntó, más por sobrevivencia que por amor en el nido pobre, pero bien abastecido hasta
la última tormenta que borró todo resto de comida de la playa. Iba y venía por la orilla con el viento que me torcía el paso o me arrastraba hacia el agua dibujando mi sombra despeinada en la arena arrasada. Desesperada de hambre encaré hacia el revoltijo de espuma, el viento de frente y la arena que me esmerilaba sin piedad me hicieron pensar que no lo lograría. Lo vi a lo lejos, brillante, inmóvil, aun fresco y casi palpitante. Junté fuerzas, corrí hacia mi objetivo y arranqué el primer ojo de mi vida de depredadora.
Volví al nido sabiendo que era poco, pero el invierno que recién comenzaba dejaría en la playa desierta miles de ojos para abastecer a mi insaciable nido.
Silvia Simonetti

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